Los robos de ganado a pequeños productores en el estado
Falcón son cada vez más frecuentes. La impunidad pace por estas tierras y el
modus operandi escandaliza a vecinos: los delincuentes degüellan y descuartizan
a las reses donde las encuentran. Los ganaderos aseguran que no lo hacen por
hambre sino por dinero. Una red oculta, una mafia se desvela en cada mugido y
en cada trozo sangrante
Las razones que lo trajeron a estas tierras desde Caracas,
su lugar de origen, fueron el verdor de los campos, la cercanía al mar y la
majestuosidad del cerro Capadare. Arrancaba la década de los 90, y La Pastora,
pueblo encumbrado entre mar y serranía, con sus carreteras de barro seco y
casas de adobe, acogió su entusiasmo por la ganadería. “Eran tiempos
prósperos”, recuerda Rafael Márquez, quien tras amasar la idea de tener su
propia hacienda, compró unos 25 animales y los metió en la finca de un compadre.
“Empecé con muy pocas vacas, comprando por aquí y por allá”,
rememora. Hasta que en 2006 adquirió las fincas “Altamira” y “El Teñidero”, y
se dedicó a convertirlas en terrenos de gran producción agropecuaria. Diez años
después, contaba 300 reses, cifra que disminuyó cuando el hambre y el verano
azotaron estos parajes: los animales empezaron a morir por falta de pasto, pero
también a manos de malhechores que sustraían el ganado. El año pasado, calcula,
le robaron 32. Y si aquella época fue caótica, el 2017 sigue salpicado de sus
estragos. Entre el 1 y el 25 de enero le mataron un padrote y una vaca, y le
hirieron un becerro.
Casos similares abundan no solo en el municipio Acosta, sino
en otras regiones. El abigeato en el estado Falcón afecta a los productores,
situación que se intensificó hace unos dos años. Entre noviembre de 2014 y
enero de 2015, en Yaracal, comunidad en la que predomina la producción bovina,
se registró un total de 80 reses sustraídas de las haciendas. En general, es
así: matan a los animales en los potreros, y se llevan las partes más costosas.
Los trabajadores y dueños de las fincas, al darse cuenta, empiezan a buscar los
animales y los consiguen descuartizados. A veces, solo dejan la osamenta. No es
que se llevan el animal, eso sería muy difícil, sino que optan por sacrificarlo
ahí mismo.
Entre los ganaderos reina la incertidumbre: “¿Qué hago yo
con tanta tierra sin ponerla a trabajar?”, se pregunta Rafael Márquez. Vivir a
merced del delito y esquivar las dificultades para el mantenimiento que
requiere la finca significan un aliciente al desánimo. Está pensando vender
alguna de sus dos propiedades pues considera que actualmente la ganadería no es
tan rentable. Poco a poco ha ido “saliendo” de algunos animales, para reducirla
hasta que un solo trabajador pueda encargarse; regresar a este oficio cuando la
amenaza cese y la situación económica vuelva a flote. Esa es la decisión tras
los intentos fallidos por ajusticiar a los responsables de estos crímenes. El
silencio y la impunidad son muros infranqueables.
Las autoridades no ponen orden
Rafael Márquez narra que, al suceder los primeros hechos
delictivos, acudió a las autoridades en compañía de otros afectados.
“Preparamos las denuncias, y de las 12 personas que fuimos, solo les tomaron la
declaración a tres. El funcionario te hace cuatro preguntas y tu denuncia
escrita, donde explicas todo y echas el cuento con detalles, te dice que te la
lleves a tu casa”. Más adelante, a mediados y finales de 2016, efectivos del
Cuerpo de Investigaciones Científicas Penales y Criminalísticas (Cicpc)
recorrieron el pueblo y se señaló a los sospechosos de los robos, además de las
carnicerías donde venden la carne sin permiso sanitario. Tampoco obtuvieron
alguna solución. “¿Para qué están las autoridades si no ponen orden?”,
pregunta.
“Que le robaran un animal a uno era cuesta arriba. Te podían
robar la batería de un tractor, un cable, herramientas, pero ¿matarte un
ganado? Eso difícilmente pasaba”, manifiesta Álvaro Senior, quien vive en Valencia,
pero llegó a Capadare en 1983; cuatro años después compró “El Pural”, ubicada
en La Pastora, vía Sacaclavo. Corrige: “Podría decirse más bien que vivo en la
finca, porque de martes a sábado me la paso aquí”. Allí solía dormir con las
puertas abiertas, pues no existía peligro alguno. Hoy es distinto y cuenta con
una persona que cuida de la hacienda y si él no está, no se queda. “En realidad
no hay garantía de que no te suceda nada”.
Relata que entre octubre y diciembre de 2016, tres vacas, el
padrote y dos novillos fueron robados de su hacienda; junto a una cantidad de
sillas de caballo y equipos de soldadura, objetos con un valor que ascendía a
los 2 millones de bolívares. “Ahora también da miedo que te atraquen, que te
hagan daño”, refiere, pues están empezando a suscitarse asaltos a mano armada
en zonas aledañas, tanto en las viviendas como en lugares públicos. Otro de los
temores que lo invade es el ser interceptado en la carretera, mientras carga
consigo el pago en efectivo de los trabajadores. Reina la zozobra.
A finales de enero de 2017, en el portal web Cicpc salió
publicada la aprehensión de dos hermanos que robaban y hurtaban ganado en el
estado Falcón, específicamente en el sector Los Tablones, municipio Zamora. Sin
embargo, no todos los casos llegan a estos términos.
Álvaro Senior explica que si bien han recibido visita de
autoridades que se encargan de inspeccionar después de recibir las denuncias,
no hay un verdadero seguimiento. En una oportunidad incluso instalaron una
alcabala del Cicpc en Capadare —pueblo ubicado entre Mirimire y San Juan de los
Cayos—, pero resultó ser un paliativo de cortísimo efecto, no hubo mucho
movimiento. Y hace unas semanas agarraron a dos muchachos en el sector El
Cayude; los detuvieron, los soltaron, los aprehendieron nuevamente y los
volvieron a dejar libres.
Lo que no entiende es cómo logran transportar, sin los
permisos necesarios, las partes del ganado que son robadas. Él, que traslada
queso todas las semanas desde Falcón hasta Valencia, usualmente es requisado
por la Guardia Nacional en las alcabalas, y debe mostrar documentos y facturas.
“¿Cómo una persona sin documentación de la carne puede pasar sin problema?”,
cuestiona. Es toda una cadena: el que lo mata, el que vende la carne, el que la
deja pasar y así hasta que llega al consumidor que no se entera de su
procedencia.
Arnaldo Pinto, finquero de “La Llanada”, sector El Carmen,
comenta que desde hace casi tres años el problema es grave. “Nos están matando
los animales; no están viendo si son animales de alta producción de leche, o si
son vacas que están preñadas”. La teoría es que llevan a gente de otros lados,
como Caracas y Valencia, para comprarla, porque no todos en esos pueblos tienen
suficientes neveras para guardar tanta carne. “No lo están haciendo por hambre,
sino por dinero”.
—Cuando presentan las denuncias, ¿qué les dice la policía?
—Toman la declaración, dicen que van a actuar y no hacen
nada.
—Y desde la Asociación de Ganaderos, ¿qué se ha logrado?
—No, la Asociación de Ganaderos no funciona. El año pasado
nos reunimos los productores, hicimos una carta. Cada productor la firmó y se
hizo una denuncia colectiva. Recuerdo que la hicimos un sábado y, por decirte
algo, el miércoles se me comieron un animal, una novilla.
En total, le robaron cinco animales. Y además del ganado se
han metido con objetos personales. “Le abrieron un boquete a la casa, se
llevaron una cantidad de cosas, perfumes, herramientas, y hasta el bam de
internet”. A pesar de los embates, trabaja arduamente. En “La Llanada”, los
animales pastan hasta las 4:30 o 5:00 de la tarde, luego el encargado los lleva
al corral que queda al lado de la casa y así los vigila de cerca. Aunque
asegura que los malhechores se las ingenian y casi siempre consiguen
oportunidad de quitarles algo. “Pones a alguien a vigilar el maíz, y durante
toda la noche esperan que se descuide y se llevan dos, tres o cuatro sacos”.
Todo el mundo sabe quiénes son
“Pueblo chiquito, infierno grande”, reza el dicho popular.
En estas comunidades todo el mundo se conoce y existen verdades que saltan a la
vista: son muchachos de la zona los protagonistas de estas fechorías. Arnaldo
Pinto menciona especialmente a “El Toti”, de Apurite y a “El Guaro”, de La
Pastora, a quienes denunció ante las autoridades policiales de Mirimire. A
causa de la falta de acciones concretas, él mismo habló con el abuelo de “El
Guaro”, y éste le devolvió una caja de dados, una hamaca y una linterna. “No es
que no se sepa quiénes son los ladrones, lo que falta es mano dura”, refiere
por su parte y con obstinación Neptaly Lugo, quien desde hace 30 años da vida a
la finca “Las Piedras”. “Antes, al que robaban, lo castigaban. Ahora, lo ponen
preso y en seguida lo sueltan. Los productores estamos atados. ¿Qué hacemos con
denunciar? Denunciamos, y si los agarran, los vuelven a soltar”.
Calcula que entre ocho y diez reses le robaron el año
pasado. Junto a los demás productores, acudió a la Guardia Nacional, se reunió
con ellos, pero los ladrones siguieron haciendo de las suyas. “Uno escucha que
a Fulano le robaron la bombona, entraron en casa de Zutano y se la
desvalijaron. Estos pueblos no son lo mismo”.
Para Rafael Márquez, el problema radica en la poca
solidaridad del pueblo. Cuando empezó “la matazón” —afirma— hablaron con los
padres de los sospechosos, trataron de reunirse con los hombres influyentes del
pueblo y juntas comunales para buscar soluciones, pero es un pueblo pequeño y
todos terminan siendo parientes. “Hay poco apoyo (…) Olvidan que viven del
trabajo de una finca de productores agropecuarios. No se delata a quien está
robando, aunque se sepa quién es”. Prevalece la frase: “Yo no me meto en
problemas”.
Álvaro Senior, que evita hacerse eco de rumores, cuenta que
en una ocasión escuchó un comentario que señalaba al responsable del robo de
unos quesos. “Yo hasta no estar totalmente seguro no incrimino a nadie. Yo
conozco al papá del muchacho que me robó los equipos de soldadura, y él me
confesó que había sido su hijo. Hay un temor generalizado de denunciar, porque
sabes que las autoridades no les hacen nada y entonces temes que se venguen de
ti”.
En este momento, su posición frente a obtener respuestas del
Gobierno es escéptica. “Uno adora esta profesión, pero uno siente que hace
inversiones grandes, como la compra de un padrote y que venga un sinvergüenza
de estos a matarlo, realmente desanima”.
—Entonces, ¿qué les queda por hacer a los productores?
—Yo no creo que sea mucho lo que uno puede hacer. Uno tiene
un vigilante, pero no para dispararle a nadie, el que está en mi finca no tiene
arma ni nada. Uno no tiene esa calidad humana como para herir a alguien.
Encomendarse a Dios para que a uno no le suceda nada, tratar de cuidarse lo más
posible. Pero si no hay apoyo de las fuerzas policiales, estamos fregados. Poco
a poco iremos desapareciendo los pequeños productores. Yo sé ya de personas que
han vendido todos los animales porque dicen que no tiene sentido seguir.
—¿Y usted ha pensado retirarse?
—Esto es una pasión y no hay manera de que uno se quiera
salir. Quizás en un momento de desesperación digo: “Voy a vender los animales y
me voy”, pero en frío llego a la misma conclusión, que no quiero dejarlo. Es
una razón de vida para mí. Quiero darle una oportunidad al tiempo, a que la
cosa mejore.
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